Hemos llegado a un punto crítico: la violencia, el delito y los sentimientos de desamparo golpean con más intensidad, y en algunos barrios la desesperanza parece instalarse como un horizonte. Hemos acumulado cinco años con la mayor cantidad promedio de homicidios, aunque no hay que perder de vista que esa tendencia ya estaba configurada de años anteriores. Pero la evolución de estos indicadores va acompañada de otros asuntos: intentos de asesinatos, amenazas, heridos de bala, secuestros, desalojos, niños y adolescentes reclutados por las redes de ilegalidad y, por lo tanto, victimizados de mil maneras. Infancias y adolescencias empobrecidas no escapan al destino del miedo, el daño, el encierro y la eventualidad de una vida corta.
Hemos transitado estos años bajo el relato triunfalista de la mejora en seguridad, un relato aferrado a indicadores inciertos y a la negación de una realidad que se hace cada vez más espesa. Hemos prometido autoridad, severidad, respaldo a la Policía, decisión y enfoques duales, pero el delito resiste, las violencias se multiplican y la vida cotidiana pasa a estar gobernada por la más completa incertidumbre.
También estamos en las puertas de un punto de inflexión, en una zona de expectativas o, mejor será decir, en las inmediaciones de una nueva oportunidad. La alternación de estas tendencias complejas no va a ocurrir por la buena voluntad ni por la conformación de elencos más profesionales al frente de los distintos espacios de las políticas públicas en seguridad. Del mismo modo, nada podrá lograrse si los esfuerzos políticos no se traducen en un proyecto consistente de inclusión social. Esta noción, que progresivamente ha perdido valor frente a los embates de la lógica del control y el castigo, ya no puede pensarse bajo los lentes de los noventa y los dos mil. Incluir y garantizar una vida digna ya no se tramita solamente con refuerzos de transferencias y socialización en normas y valores.
Ahora la tarea implica, además, lidiar con poderes fácticos, reconstruir lo público como ámbito de relacionamiento social y administrar las expectativas y los anhelos anclados en claves individualistas. Un desafío que trasciende las meras posibilidades de la estatalidad y que tiene que involucrar iniciativas y capacidades que están alojadas en las organizaciones, en las comunidades, en las capacidades técnicas de las instituciones y en la contribución académica.
En este punto, la información que se produce y se divulga para caracterizar los fenómenos ya no es capaz de reflejar las situaciones. Los datos ocultan más de lo que muestran, y quienes postulan que hay que construir evidencias para diseñar políticas públicas eficaces tienen que asumir cambios radicales en materia de conceptualizaciones y despliegue de instrumentos. Las violencias territoriales tienen impulsos y pueden llegar a mantener tendencias estables.
Por ejemplo, un relevamiento reciente llevado a cabo por Brecha mostró que la cantidad de niños y adolescentes asesinados durante los últimos cinco años no es muy diferente a la cantidad verificada entre 2015 y 2019. Sin embargo, detrás de esa evidencia hay otras, hay fenómenos que se mueven, hay heridas y sufrimientos más generalizados, hay reclutamientos e intimidaciones, hay violencia estatal y castigos aleatorios. Detrás de un indicador que está en niveles altos y regulares, la vida social se reconfigura por completo en determinados territorios y pasa por fuera de los radares de la información administrativa y de las retóricas políticas que sueñan con guerras absurdas para imponer el orden y la autoridad.
Cualquier aproximación superficial a las realidades barriales más golpeadas por las violencias y las precariedades arroja un conjunto de evidencias que habla de una severa alteración de las relaciones sociales y de los marcos de previsibilidad. Las alertas incrementan los esfuerzos en materia de gestión de los riesgos. Los funcionarios públicos firman protocolos de seguridad y exigen medidas de protección. Los profesionales de las distintas áreas tienen su trabajo interrumpido y alterado por imprevistos. Los referentes barriales van perdiendo los códigos de acceso. Las instituciones educativas ya no retienen ni saben cómo manejar los conflictos. Los centros de salud quedan desbordados. Las víctimas de las distintas violencias –entre otras, las estatales– ya no saben a quién recurrir. Los habitantes van desarrollando un conocimiento práctico para anticipar situaciones de violencia: interpretan los silencios para tomar decisiones, asocian movimientos con riesgos y miden cada palabra para que no haya consecuencias.
Si las violencias y los delitos son la derivación de las desigualdades estructurales, también son las causas que las profundizan. Cada interacción violenta –del origen que sea– es un aporte más en el largo proceso de construcción de desafiliación y exclusión. La muerte, o la probabilidad de ella, es la gran referencia que articula la vida en los barrios. Sin embargo, nada de eso está desconectado de los negocios, de las decisiones que se toman en otros lados, de la ausencia de controles, de las colusiones múltiples, de la impunidad de los poderosos y de la compleja trama de intereses. La violencia expresa, pero también revela. Leerla y comprenderla es un trabajo colectivo que exige un esfuerzo mayor.
El punto central, ayer y hoy, es la ruptura del equilibrio. Hay espacios en donde el poder de regulación de las redes de ilegalidad es mayor que el del Estado o el de los resortes comunitarios. Estos poderes fácticos imponen condiciones y el uso de la violencia (con o sin control) es parte de sus estrategias. La idea de «recuperar territorios» es un tanto equívoca y tiene connotaciones belicistas. En rigor, el Estado no se ha ido de los territorios, ha tenido una presencia constante, bajo formatos distintos y propósitos específicos, pero siempre ha ocupado su lugar allí. El punto es qué ha hecho y cómo se ha desempeñado. Y aquí la perspectiva cambia. Las políticas sociales han sido soportes importantes, pero no han alterado las condiciones de origen. A veces, incluso, alimentan nuevas percepciones de injusticia. En los últimos años, esas políticas se han debilitado y su función de sostén ha quedado reducida. El diseño de una nueva etapa tiene que valorar los límites de estas estrategias y orientarse a promover una dignificación que se asiente en recursos relevantes para el bienestar (el trabajo y la fuente de ingresos, lo primero). Las respuestas aisladas y fragmentadas han sido otro de los rasgos característicos de la peripecia uruguaya. Si bien hay conciencia de esa debilidad, no se vislumbra todavía un horizonte de acción superadora.
La presencia del Estado a través de sus aparatos represivos es otra constante. Hubo momentos de alta intensidad, con dispositivos policiales focalizados (como el Programa de Alta Dedicación Operativa [PADO]), operativos de intervención con uso de inteligencia, movilización de fuerzas de choque y prácticas de demolición. Algunos delitos se desplazaron, pero las tasas de violencia no retrocedieron. Más tarde, esas lógicas se mantuvieron, aunque con menos niveles de espectacularización mediática y con compromisos políticos menos explícitos. Hoy se menciona que el PADO volverá por sus fueros, pero la presencia del Estado no ha sido capaz de alterar esos nuevos equilibrios de regulación. Por su parte, la cárcel y el encierro han sido los silenciosos recursos que siempre han estado allí sin retrocesos. El castigo y la incapacitación son el contrapoder punitivo que se ha vuelto criminógeno por su capacidad de destruir tejido social.
¿Cómo se conjuga todo esto? ¿Cómo las instituciones cambian sus estrategias, al tiempo que se proyectan sobre un esquema mucho más articulado? En los barrios, las organizaciones, los gobiernos locales y las redes comunitarias esperan con ansiedad y desesperación las nuevas señales. El partido decisivo se jugará en los próximos meses, y el despliegue político deberá involucrar sentido crítico, capacidad de apertura y de transformación, descentralización y reconocimiento reales, y un horizonte normativo en el que las batallas por la dignificación y la igualdad sean la fuente de todos los desvelos.